jueves, 20 de enero de 2011

El Angel



EL ANGEL

Ella era de la época en que para salir en las fotos había que quedarse sin respirar impidiendo que el corazón palpitara. De ese tiempo en el que ser feliz no era un derecho para las mujeres. Como tampoco lo era buscar algo detrás del horizonte, aunque esa búsqueda fuera un motivo para vivir. Sin embargo, María tenía algo de adelantada. Por eso fue que, sin alzar la voz y sin tomarse el atrevimiento de sostenerle la mirada a su marido aunque poniendo coraje en decidir sin pedir permiso, lo que tuvo que hacer lo hizo.
Fue una mañana de invierno. El sol parecía herido de muerte y el viento amedrentaba más que la voz de su esposo. Era martes y feriado. Los chicos salían a la calle sin delantal y sin cuadernos. Las mujeres se tomaban más horas para barrer las veredas, abrir las ventanas y meterse furtivamente en la vida de los vecinos. Los hombres se preparaban para el crucial partido de bochas en la plaza, en el que se jugaban poco menos que el orgullo y la hombría. No había otra forma legal de ajustar cuentas y descargar la fiereza acumulada en la sangre. El, su marido, descansaba de su vida mediocre, de la borrachera y del sexo de la noche anterior. Tal vez por eso no vio lo que vieron los demás; que una mujer de cuerpo leve, piernas de bailarina, manos ágiles y dispuestas, boca bienintencionada y mirada triste y torrentosa, había cruzado el pueblo por el medio de la calle, sin detenerse ante nada ni ante nadie. Que llevaba un abrigo con cuello de terciopelo y en él un prendedor con forma de ángel que parecía tener luz propia, un pequeño bolso en la mano y los ojos clavados con atrevimiento en el horizonte. Que no saludó ni por iniciativa propia ni devolviendo saludos. Que no distrajo su atención del camino, pero que a medida que se acercaba a la estación de trenes su sonrisa iba creciendo.
Al decir del empleado ferroviario encargado del lugar, ella no había dejado de sonreír ni cuando él le recordara que el tren no siempre pasaba en los feriados. La mujer le había preguntado cuántas estaciones separaban a ésa, en la que ellos estaban, de la Estación Central, y si sabía cuánto podía tardar en llegar caminando. A la respuesta dudosa del hombre sobre el paso de los trenes en días festivos, ella había respondido, como susurrando, que siempre hay una esperanza. Palabras demasiado inmensas, le habían parecido al empleado, para un viaje tan reducido. El le había contestado que nueve estaciones distanciaban ésa de la Central y le había marcado las ubicaciones, señalando sobre un mapa que colgaba de la pared con la misma quietud con la que habían colgado todos los días de la vida en ese pueblo y en aquella estación. Y había insistido en que en los feriados era muy difícil que pasara el tren.
Ese había sido el último detalle creíble de la historia que tuvo que contar mil veces el jefe de estación. Y de no haber sido por el prendedor que guardaba como prueba, nadie hubiese creído jamás en el tramo siguiente de su testimonio y en el que, por cierto, fueron pocos los que creyeron. Aunque la magia suele invadir las almas austeras, y las leyendas pueden volverse reales, para con el relato de viejo jefe de estación hubo más desconfiados que creyentes.
Lo cierto fue que luego de mirar el mapa, aquella mujer se había parado en las vías del tren, a favor del viento y en dirección a la Estación Central y había comenzado a caminar lentamente hacia adelante y, a él le había parecido, también hacia arriba. Y después, cuando estaba como en el aire, de repente, se había quitado el abrigo donde llevaba aferrado el prendedor con forma de ángel. Ese único abrigo que tenía, de tela arañada por el tiempo y que ella había sostenido en pie gracias a su férrea voluntad por verse digna, se fue bailando abrazado con el aire hasta desaparecer.
El consternado empleado de la desvencijada estación recordaba muy bien aquel momento y su sensación de estar enloqueciendo. Sucedió que justo mientras apretaba sus manos y sus mandíbulas preguntándose si era verdad lo que estaba viviendo, algo cayendo a las vías lo había vuelto a la realidad: era el prendedor.
Nadie volvió a ver a María. Ni la nombró nunca más. Como si ella jamás hubiese importado, todos regresaron a sus rutinas de hilachas e historias mínimas y la olvidaron. Sólo quedó el prendedor sobre el escritorio del jefe de estación, quien en silencio agradeció todos los días del resto de su vida, el que aquella mujer hubiera puesto un poco de magia a su descolorido transcurrir entre rieles. Sólo el prendedor y una imagen que el hombre guardó como un tesoro en su memoria. Aquella mujer había levantado vuelo como sólo puede volar la libertad.

Autora: María Rolindes Menendez.
Cuento premiado con la 2a Menciòn en Narrativa en
XXIV Concurso Literario Ciudad de Lobos- Argentina

Ilustración: Beti Abel